sábado, 18 de diciembre de 2010
La Constitución española de 1812, también denominada La Pepa, fue promulgada por las Cortes Generales de España el 19 de marzo de 1812 en Cádiz. La importancia histórica de la misma es grande, al tratarse de la primera Constitución promulgada en España, además de ser una de las más liberales de su tiempo. Respecto al origen de su sobrenombre, la Pepa, fue promulgada el día de San José, de donde vendría el sobrenombre de Pepa.
Oficialmente estuvo en vigencia dos años, desde su promulgación hasta el 19 de marzo de 1814, con la vuelta a España de Fernando VII. Posteriormente estuvo vigente durante el Trienio Liberal ,así como durante un breve período en 1836-1837, bajo el gobierno progresista que preparaba la Constitución de 1837. Sin embargo, apenas si entró en vigor de facto, puesto que en su período de gestación buena parte de España se encontraba en manos del gobierno pro-francés de José I de España, el resto en mano de juntas interinas más preocupadas en organizar su oposición a José I, y el resto de los territorios de la corona española (los virreinatos) se hallaban en un estado de confusión y vacío de poder causado por la invasión napoleónica.
La constitución establecía el sufragio universal, la soberanía nacional, la monarquía constitucional, la separación de poderes,la libertad de imprenta, acordaba el reparto de tierras y la libertad de industria, entre otras cosas.
Tras el Levantamiento del pueblo de Madrid contra los franceses, ocurrido el 2 de mayo de 1808, se produjo en numerosos territorios un fenómeno espontáneo de resistencia a los franceses que se agrupó en las llamadas Juntas. Estas comprendieron que su unión y agrupación produciría una mayor eficacia.
El 25 de septiembre del mismo año se constituyó la Junta Suprema Central Gubernativa con sede primero en Aranjuez y luego en Sevilla. Sus funciones fueron las de dirigir la guerra y la posterior reconstrucción del Estado. La situación de vacío de poder dejada tras las Capitulaciones de Bayona, en virtud de las cuales Carlos IV abdicó en su hijo Fernando VII, el cual a su vez abdicó en Napoleón, quien finalmente abdicó la corona española en su hermano José I Bonaparte sumió en el caos a la administración española, y las Juntas de gobierno fueron el único organismo público que supo aglutinar y gestionar los pocos territorios peninsulares que quedaron fuera del control francés, principalmente el sur y el levante español.
En un primer momento, las juntas, dirigidas por el anciano Conde de Floridablanca, trataron de mantener el orden y preservar el Estado hasta la restauración de la dinastía borbónica en los términos previos a la intervención napoleónica. Sin embargo, conforme fueron avanzando los acontecimientos, se fue haciendo evidente que la descoordinación entre juntas y la ausencia de un orden institucional claro perjudicaban la causa de las mismas; el avance francés hacia el sur resultó inicialmente imparable, con la entrada del propio Napoleón en Madrid. Igualmente, las reformas ilustradas y progresistas que introducía el gobierno de José I Bonaparte en los territorios bajo su control, promovidas por algunos destacados ilustrados y afrancesados españoles, chocaban de frente con las pretensiones pro-absolutistas de las Juntas. La eficacia y la legitimidad real de las mismas fue puesta en entredicho, y ante el vacío de poder reinante, se vio la necesidad de convocar unas Cortes, que inicialmente habían de reunirse en Sevilla en 1809. Se plantearon dos posibilidades sobre el futuro político español. La primera de ellas, representada fundamentalmente por Jovellanos, consistía en la restauración de las normas previas a la monarquía absoluta, mientras que la segunda posibilidad suponía la promulgación de una nueva Constitución.
Después de Sevilla, y ante el avance francés, las Cortes se trasladaron a San Fernando, entonces conocido como La Isla de León, efectuando su primera reunión el 24 de septiembre de 1810 en el actual Real Teatro de las Cortes. Posteriormente, tras un brote de fiebre amarilla y el avance francés, a Cádiz, cuya insularidad y el apoyo de la armada inglesa garantizaban la seguridad de los diputados reunidos.
La Constitución de Cádiz no fue un acto revolucionario, ni una ruptura con el pasado. Desde la legalidad del momento, quienes eran los legítimos representantes, la acordaron. Los actos del citado 24 de septiembre de 1810 comenzaron con una procesión cívica, una misa y la petición encarecida del Presidente de la Regencia, Pedro Quevedo y Quintana, obispo de Orense, a los reunidos que cumplieran fiel y eficientemente sus cometidos.
Las deliberaciones de las Cortes fueron largas, y en muchos casos difíciles. La cuestión americana fue uno de los temas más complejos, pues las Cortes delinearon por medio de la Constitución una organización territorial, política y administrativa que incluía a los territorios americanos, los cuales no estaban representados en su totalidad en las Cortes: así como Nueva España, el Caribe, la Florida, y el Perú sí que acudieron, el Río de la Plata y Venezuela no enviaron representantes. Se trató de alcanzar un consenso que satisficiera a los americanos, cuyos intereses pasaban porque la burguesía criolla se hiciera con el control político de sus territorios (marginando a la población indígena), frente a los españoles, que veían la cuestión americana como un problema ajeno y trataban únicamente de limitar el peso político de dichos territorios dentro de las futuras Cortes. En otros aspectos, las cortes hubieron de vencer las reticencias de algunos miembros a promover una legislación liberal, muy influenciada por los ingleses que abastecían a la ciudad de Cádiz; se pretendía reducir el poder de la Iglesia, de la Corona, y la nobleza, estamentos minoritarios en las Cortes. Aunque las reticencias fueron vencidas, se mantuvo la confesionalidad del estado, y no se avanzó hacia el federalismo buscado por los americanos. En general, las Cortes ignoraron la realidad social española; el aislamiento al que estaba sometida Cádiz les impidió tener en cuenta a las voces más conservadoras o pactar el texto con los representantes de la Corona, y el resultado fue una Constitución excesivamente liberal para un país como la España de aquel entonces, que apenas había vivido los necesarios cambios socio-políticos que hubieran posibilitado el éxito de la misma. Tras dos años de debates y negociaciones, la Constitución española de 1812 se promulgó en el Oratorio de San Felipe Neri el día de San José (19 de marzo) de aquel año.
Su vigencia se prolongó hasta el retorno de Fernando VII, que abolió la Constitución nada más ser entronizado, en 1814.
La Primera Diputación Provincial constituida conforme a ella fue la de Guadalajara con Molina, 16 de abril de 1813, en la localidad de Anguita (Provincia de Guadalajara).
La Constitución de 1812 se publicó hasta tres veces en España —1812, 1820 y 1836—, se convirtió en el hito democrático en la primera mitad el siglo XIX, transcendió a varias constituciones europeas e impactó en los orígenes constitucionales y parlamentarios de la mayor parte de los Estados americanos durante y tras su independencia. Sólo por esto ya hubiera merecido la inmortalidad.
Sin embargo, la mayor parte de las investigaciones dedicadas a su estudio omiten o minusvaloran la influencia que la revolución liberal y burguesa española tuvo al transformar los imperio colonial español en provincias de un nuevo Estado, y convertir en nuevos ciudadanos a los antiguos súbditos del absolutismo, y que incluía en su definición de ciudadanos españoles no solo a los europeos, o sus descendientes americanos, sino también a las castas y a los indígenas de los territorios de América, lo que tradujo, en tercer lugar, en su trascendencia para las nacientes legislaciones americanas.Las Cortes abrieron sus puertas el 24 de septiembre de 1810 en el teatro de la Isla de León para, posteriormente, trasladarse al oratorio de San Felipe Neri, en la ciudad de Cádiz. Allí se reunían los diputados electos por el decreto de febrero de 1810, que había convocado elecciones tanto en la península como en los territorios americanos y asiáticos. A estos se les unieron los suplentes elegidos en el mismo Cádiz para cubrir la representación de aquellas provincias de la monarquía ocupadas por las tropas franceses o por los movimientos insurgentes americanos. Las Cortes, por tanto, estuvieron compuestas por algo más de trescientos diputados, de los cuales cerca de sesenta fueron americanos.
La revolución iniciada en Cádiz suscitó la contrarrevolución fernandina. El 4 de mayo de 1814 el recién restaurado rey Fernando VII decretó la disolución de las Cortes, la derogación de la Constitución y la detención de los diputados liberales. Comenzaba el regreso del absolutismo. El día 10 el general Eguía tomó Madrid militarmente proclamando a Fernando como rey absoluto. Previamente, se había gestado todo un clima de bienvenida popular.
Fernando VII se opone a los decretos y a la constitución de las Cortes de Cádiz porque significan el paso de un Estado absolutista a uno constitucional. Es obvio, pero también hay que subrayarlo con énfasis, porque tras los decretos de igualdad de derechos y de representación, tras una constitución para «ambos hemisferios», y tras decretar la constitución de un Estado nacional en el cual los territorios americanos se integraban como provincias, la Corona perdía no sólo su privilegio absoluto sobre el resto de individuos, sino las rentas de todo el continente americano que pasaban directamente a poder del aparato administrativa estatal y no del monarca, al establecer el nuevo Estado nacional una sustancial diferencia entre la "hacienda de la nación" y la hacienda real. No podría consentirlo Fernando VII.
Por otra parte, la representación política y la igualdad de derechos de los americanos se tradujo en una reivindicación de soberanía que colisionaba con la nacional, al estar ésta concebida por los liberales peninsulares como única, central y soberana. El conflicto se estableció no solo entre un rey absoluto y la soberanía nacional y sus instituciones y representantes sino también entre una concepción centralista del Estado y una descentralizada. Nada nuevo en el universo de las revoluciones burguesas, podría concluirse, pero la cuestión es que no era, estrictamente, sólo una revolución española, si se precisan no sólo la nacionalidad sino también los territorios del Estado en cuestión.
Hasta la década de 1820, la mayor parte del criollismo era autonomista, no independentista. Podía asumir una condición nacional española, pero a cambio de un autonomismo en América para todas las cuestiones de política interna, lo que implicaba la descentralización política y las libertades económicas. Para lograr sus pretensiones, los americanos planteaban una división de la soberanía a tres niveles: la nacional, representada en las Cortes; la provincial, depositada en las diputaciones; y la municipal, que residía en los ayuntamientos. Esta triple división de la soberanía, combatida por los liberales peninsulares, se legitimaba en los procesos electorales. Con estas propuestas, el autonomismo americano estaba planteando un Estado nacional no sólo con caracteres hispanos, sino también desde concepciones federales.
Los americanos depositaron toda la organización del Estado en la capacidad representativa y administrativa de las diputaciones provinciales como instituciones capaces de canalizar, administrar y recaudar las pretensiones y necesidades del criollismo de cada provincia. Esto provocó una doble reacción: por una parte el rey se opuso al federalismo, dado que los Estados que eran federales o confederales tenían la república como forma de Estado: los Estados Unidos de Norteamérica y Suiza. Pero además, federalismo era sinónimo, en aquellos momentos, de democracia, asociada a elementos de disolución del Estado absolutista, y por ende tachados de "anárquicos". En segundo lugar, la propuesta federal de los americanos provocó una reacción cada vez más centralista entre los liberales peninsulares, que insistían en que la soberanía nacional no podía delegarse en modo alguno en diputaciones provinciales y la maquinaria administrativa debería ser manejada sólo desde la Península.
Tras la década absolutista, frustrada la opción autonomista gaditana, el nacionalismo ultramarino optó por la insurrección armada, lo que condicionó la situación final revolucionaria española hasta el triunfo de las independencias continentales americanas en 1825.
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